miércoles, 23 de junio de 2021

Sintiendo Maradona -Crónica -

Otra crónica para el periódico sueco Bulletin 
Ilustrada con un collage del talentoso Frederic Täckström, la carita del diego surcando los cielos de Olaf.

¡Gracias siempre al querido Fredrik Ekelund/Marisol!


Sintiendo Maradona

En el colectivo que me trae de vuelta hacia la capital miro por la ventanilla y pienso no voy a llegar. No pretendo entrar a la Casa Rosada, solo quiero estar en las inmediaciones, entre la gente que camina por los alrededores de Plaza de Mayo. Como en cada acto peronista al que asisto, hoy no tengo intenciones de llegar al palco, me contento con saberme allí, siendo parte de esa marea que a pesar de las restricciones por la pandemia llegó hasta el borde del Río de La Plata para despedirlo. Hoy es 26 de noviembre de 2020, el día siguiente a la muerte de Maradona.
Me enteré de la noticia a través del teléfono. Inmediatamente encendí el televisor y lo que parecía inverosímil esta vez era real: el Diego había muerto, no como tantas otras veces, esta vez no había esperanza de resurrección.
El día se volvió un largo ensueño. Deambulé por la casa, distraída, escuchando de a ratos alguna noticia, recibiendo mensajes en el celular. Por momentos la incredulidad de su muerte se volvía patente y pesada como una piedra. Por la tarde salí varias veces, el silencio era atronador. Casi nadie en la calle, y en todo momento la sensación de que un sueño perfecto se había hecho pedazos para siempre. Era el mismo silencio que vibraba en el aire cuando nos quedamos sin el Diez en la Copa Mundial EEUU ‘ 94. Fue revivir el positivo al doping, pero esta vez dio positivo al dolor, a lo irremediable. Esta vez a todos nos cortaron las piernas.
Entre tanta noticia fragmentada, en forma espontánea empezó a circular por las redes la convocatoria a las 22:00 horas para darle un último aplauso. Sabía que el ensueño en el que pasé todo el día se iba a terminar en algún momento y que cuando esto sucediera no iba a poder dejar de pensar en el Diego. La certeza de su muerte se cristalizó en mi cabeza exactamente a esa hora, cuando subí a la terraza y empecé a aplaudir y a arengar al aire, hacia otras terrazas y balcones, que aplaudían y arengaban con el mismo dolor.
Aplaudir por última vez a quien no querés que se vaya, a sabiendas que esta vez hay que despedirlo, para cerrar un ciclo y desear que empiece otro en donde su grandeza se conserve perfecta e intacta en nuestro imaginario.
Cuando finalmente llego a capital y me bajo del colectivo ya se de los desbordes en la plaza, de la represión, de las corridas, de la impotencia de la gente que no pudo entrar a verlo y terminó derribando vallas y trepándose a las rejas de la Rosada. Camino algunas cuadras por la 9 de Julio. Delante de mi un grupo de chicos celebra haber podido pasar frente al féretro. Por detrás, un hombre y una mujer caminan envueltos en una bandera argentina, llorosos, agotados por el cansancio, transpirados y sucios como la cara del Diego en las primeras fotos, en el potrero.
Aunque nunca fui hincha de Boca Juniors me hice maradoneana, tanto que deje de ver videos y documentales en donde pensaba que podían atacarlo con preguntas malintencionadas para exponer sus debilidades y defectos. Los mismos defectos que exhiben, sobre todo en esta hora triste, los reyes de la moral.
Con el correr de los días el dolor no afloja pero se mezcla con la alegría de enterarme de alguna anécdota desconocida, como la historia de dos hermanos muy enfermos cuyos papás fueron a pagar la factura de internación hospitalaria y se encontraron con que ya había sido cancelada. El Diez, casualmente, había estado regalando juguetes en ese hospital. Gestos grandes y silenciosos. La empatía que no todos tienen cuando salen de la pobreza. O cuando ni siquiera han estado en ella.
También empieza a hacerse evidente la soledad, la de él, en medio del torbellino que se lo llevó lejos del futbol y la pelota.
El futbol, la pelota como destino y casa, como puerta hacia un mundo más feliz, no solo para él sino para todos nosotros. Un chiquito, negro y pobre nos reivindicó mejor que cualquier diplomático, nos hizo soñar y celebrar.
A la grieta que históricamente divide a los argentinos ahora se agrega otra: los que lloraron al Diego y los que no. El trabajo de las derechas es persistente y da sus frutos hasta en el país más futbolero de todos, que tuvo al mejor jugador de la historia. Gente que alguna vez festejó en alegre manada mundiales, partidos, homenajes, hoy no tuvo para el Diez ni un solo gesto. Imperturbables, como si el que les dio tantas alegrías no mereciera nada, por “incorrecto”. Inevitable, me viene a la mente la frase horrorosa que el antiperonismo más salvaje pintó en las paredes de Buenos Aires cuando se murió Evita: viva el cáncer.
Lo único que me consuela después de la muerte del Diego es imaginarlo en algún potrero luminoso, desenfrenado y mágico, tragándose a bocanas todo el aire de todo el universo, corriendo detrás de la pelota vestido para siempre con la celeste y blanca.
Esto que escribo saldrá en un diario a 13.200 kilómetros de distancia de Villa Fiorito. Allá lejos también lo quieren y lo lloran. Por estos días el Diez está en cada rincón del planeta y en cualquier idioma. Más allá del fútbol, como canta la tribuna Diego, es un sentimiento, no puedo parar. Tan cierto: ya no lo pueden parar.

Marta Miranda
Buenos Aires, enero 2021.

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