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de Diana Bellessi: La poesía de Marta Miranda


“Poder vivir sólo al abrigo del poema”, en ese deseo se resume quizás todo el itinerario poético de Marta Miranda, un espíritu joven y delicado que se abisma en la intemperie del mundo, en donde la incerteza, la fugacidad, el implacable paso del tiempo muestran el desamparo de sus criaturas.




Su voz, desplazándose por las pequeñas escenas cotidianas, ámbitos de intimidad y de extrañamiento, nos va revelando la orfandad de quienes hemos sido expulsados de una orilla y tenemos la inmensidad del océano por delante. Sin límites, sin bordes, sin poder “sustraernos a la perecedera ley que nos convoca”, somos como la nadadora de mar abierto tentados muchas veces a dejarnos ir en las aguas más profundas.


Clásica en la materia de su poesía -el drama humano de estar en manos de un destino inescrutable-, a diferencia de las antiguas tragedias, aquí no hay héroes que desafíen ese mandato, sino la frágil criatura arrojada a la precariedad de la existencia.


Con una lírica que al referirse a su obra, el poeta Joaquín Gianuzzi llamó concentrada, austera y precisa; atmósferas delicadas que hacen espacio al humor, la ironía y el sarcasmo, la poeta despliega una mirada profundamente piadosa y tierna sobre sus criaturas, iluminándolas con chispazos de gracia (“el universo brilla en una mano”), y así, la poesía adquiere la antigua misión de ser el bálsamo que alivia la herida abierta por el mundo.


Conozco el itinerario poético de Marta Miranda desde la publicación de su primer libro, Mea Culpa, en el año 1989. Su trabajo sostenido, sumergido en el enigma de la poesía donde cada libro interroga y profundiza al anterior, la constituye en una de las voces jóvenes más contundentes de la poesía argentina. Necesitamos seguir oyéndola.


Buenos Aires, junio de 2010.






de Joaquín Giannuzzi: La misma piedra


La palabra poética de Marta Miranda asume el mundo evocado en su intimidad cotidiana. La baja tonalidad del lenguaje, despojado de retóricas innecesarias y de estridencias, muestra sin embargo una notable capacidad de manifestar la intensidad dramática de lo real.


Abocado al protagonismo de lo inmediato, el lenguaje concentrado, austero y preciso, encarna una mirada fiel a un pensamiento sensible que abarca las circunstancias de la diaria existencia en la diversidad de sus rostros y aventuras. Los testimonios de la experiencia personal son puntos de partida desde los cuales la autora encara sus ademanes reflexivos no siempre explicitados pero en mayor medida inmersos en imágenes de rica invención. A este rasgo se agrega el poder revelador de una adjetivación sobria y contundente.
Expresión de una lírica depurada que centra su motivación y su inspiración en la condición humana, La misma piedra constituye un valioso aporte al panorama actual de la joven poesía argentina




Enrique Solinas:  “La belleza de la acción”
 
Nadadora – Bajo la luna, poesía, 2008 



Porque el agua es el elemento más simbólico de la naturaleza, ya por formar parte del origen del mundo, ya por permitir múltiples significaciones dadas a través del tiempo, es también el eje central de este cuarto libro de Marta Miranda. Tópico constante en una poética que ha evolucionado y se muestra plena, madura, concreta, precisa en su forma, certera en el decir. Desde su título nos situamos en el rol que ejecutará el yo poético, expresado como una profesión, una ocupación que trasciende el agua y se convierte en una forma de vida.
En El oleaje (1998), el segundo libro de la autora, la atención se sitúa en el movimiento del agua como reflejo del movimiento de las pasiones humanas. En La misma piedra (2002), el tercer libro, continúa la misma idea de movimiento de pasiones, siempre buscando la unidad con el otro, la comunión que resulta imposible. En Nadadora, la propuesta analiza en primera instancia la propia acción del sujeto poético para luego salir de sí y regresar a su esencia.
El libro se divide en tres partes que marcan los instantes de cada jornada: La mañana, Siesta, Final del día. Durante la mañana podemos observar cómo “la nadadora” comienza a ejecutar su rutina con mirada bidimensional: el arriba y el abajo. En el arriba el sujeto poético piensa y dice: “no hay/ como sumergir el cuerpo/ en la superficie azul”. Pero una vez que desciende, en el abajo, las sensaciones y el silencio son las únicas expresiones posibles. El cuerpo se une al agua, se funde con ella, cuerpo y agua son uno solo. Aquí el agua es el agua del nacimiento, el yo poético que se compenetra en su femineidad, se expresa dejándose ser, cuidado por el agua maternal. La voz que describe, la que objetiva cada acto, propone ideas que surgen a partir de la acción. La mañana termina con la revelación inesperada: “afuera/ el mundo es imperfecto”, por lo que la perfección es el abajo, lugar donde habita la soledad, la introspección. En Siesta aparece el cuerpo. Si antes se fusionaba con el agua, ahora exige su momento de pasión, porque el cuerpo es deseo. La acción de nadar continúa, antes era en el agua, ahora es el cuerpo el que tiene sed y busca saciarse en esta realidad. Para el Final del día, las respuestas buscadas se convierten en confirmación. En vez de avanzar hacia el otro que sacie el deseo, el yo poético retrocede y reafirma su primera posición: lo único que existe es la acción de nadar, hacia adentro, hacia la soledad donde la vida y la perfección se retroalimentan. Todo es belleza allí y entonces “con los ojos abiertos/ la nadadora sueña/ con aguas más profundas”.


Marta Miranda logra con Nadadora afirmarse en el camino que antes había esbozado y que aquí se presenta nítido, conciso, firme. Dueña de una voz clara y bella, el agua de la vida inunda las páginas de este libro y muestra un universo donde el silencio es serenidad y revelación. Porque, al fin y al cabo, la nadadora recorre todas las horas de los días y se sumerge en la poesía, lugar natural propio, de donde nunca podrá huir.


Buenos Aires, diciembre 2009




Lila Calderon: Nadadora y los azules entre el agua y el espejo

En el libro “Nadadora” de Marta Miranda, el mundo configurado se debate en tres capítulos: La mañana, La siesta y Final del día. En el primero, la palabra es el cuerpo que se entrega y que se omite en cada página. La sugerencia enciende la sospecha de que hay una herida existencial que no cierra y que no es posible suturar. Es la reiteración de los silencios y la parquedad para no delatar el dolor, lo que asoma desde el tramado sutil que la voz hablante expone ante el lector, al sustituir el yo poético por la experiencia de una tercera persona, que es aquella que describe y comunica cuanto ve, oye y supone —con toda su potestad omnisciente—, en la interioridad de la Nadadora. Sin embargo, a esa voz que quizá suplanta al coro de la tragedia mientras el destino asoma victorioso, se le observa despojado de la emoción y el compromiso de vivir en carne propia el riesgo de la Nadadora, que a solas, quizá intentando un destino o despojándose de él pronto habrá de quebrar la superficie del mundo, del cuerpo o la palabra para vencer la frontera del espejo y traspasar el agua, el vidrio, el cielo o la piel, espacios que podrían fragmentarse ad infinitum en un Universo que se refleja azul entre el agua y el cristal confundido en el burbujeo del oxígeno —que se escapa peligrosamente, en los espejismos y las espumas del principio— o el fin de la exploración. Entonces surge el ala que avanza o retrocede, que es también la aleta que surca los mares y las piernas presionando el cemento desde donde ha de saltar la Nadadora hasta el centro del pozo profundo sabiendo que afuera “el mundo es imperfecto”.
En el capítulo La siesta, la palabra se vuelve seductora, sensual, sugerente inundando el paisaje desde el Yo. La palabra se ofrece, invoca, desea, fluye, se derrama como las figuras en una pintura de Dalí ante la sorpresa del lector que sospecha que ha entrado a una escena donde ya no importa qué es el sueño, si hay realidad o el agua puede arrojar de vuelta hasta la orilla una isla perdida.
En el capítulo Final del día, aparece la voz inicial retomando el discurso de aquél que da cuenta de los hechos. No hay más, el mar rodea a la Nadadora y ella no puede luchar contra su naturaleza. La columna que une los tres capítulos es ésa, la lucidez de una Nadadora consiste en vencer toda resistencia porque la meta es alcanzar las aguas más profundas.


Santiago de Chile, 14 de septiembre 2010


Irene Gruss: Piedras en lo oscuro


Salvo "Domingo", cuyo final no me gusta nada, porque no te merece, leo despacio tus libros. no puedo leerlos rápido porque tienen un decir que no es fácil. digo decir a lo que otros llamaban forma y contenido y otros una cosa sola y otros estilo, originalidad, etc. vos decís: quién tendrá el valor para trocar la carne en piedra. yo siento en lo que escribís que es al verre: tratás de moler la piedra hasta ablandarla, minimizarla, ese aparentemente inútil grano de arena desarmado, molés hasta que suene un adagio, un tierno aunque mínimo adagio. desarmás la dureza, pero la escribís como lo que es: una piedra dura, casi imposible. digo casi porque a esa piedra finalmente la terminás moliendo a tu antojo. pero de lo que hablás es carne, impura y desesperada carne, ternura, si me permitís decirlo de una vez. dolorosa y lastimada carne. cada personaje, cada paisaje son eso, piedras, carne disimulada porque, si no, duele más. hay poemas de El oleaje que parecen "mejores" que los de La misma piedra. mejor hechitos, con remates más pensados. en La misma piedra no hay ninguna intención de "hacer literatura, hacer el verso". en cada uno, hay cosas magistrales. De El oleaje: págs. 15, 19, 27, 33, 36, 38, 39. De La misma piedra: págs. 10, 13, 14, 15, 17, 18 y 19, 20, 28, 29, 33, 35, 36, 37, 43, 40, 52, 53. quizá la palabra no sea magistrales. quizá no son perfectos, pero precisamente vos no buscás la perfección sino moler la piedra, mostrar, disculpe la repetición, la carnadura. eso es lo que me gusta y me golpea y no es fácil de leer. yo quiero estos libros que dan trabajo, que te hacen buscar y pensar y sentir al autor. no sé, doña, si yo pudiese escribir "Dice la biblia" una sola vez, por ejemplo, me daría por aliviada. como quien dice: esto es lo que quise, lo que quiero hacer, escribir así. Te abrazo fuertemente, irene  


Buenos Aires, setiembre 2003.

Horacio Zabaljáuregui:   En el afuera sin orillas

El mundo/ la película que te separa de él/ el mundo aquello que se toca en la orilla.”
En el poema El Oleaje leo una poética, la senda que inscribe el estilo en los “contornos difusos”, “donde las olas vienen y se van”, orilla “supeditada al humor de las mareas.”
Escribir es sostener la voz en el borde, en la orilla, es abrir un espacio que enseguida devora el silencio o el ruido del mundo ahí afuera. Lo que queda cuando encontramos sin buscar.
Tesoros del instante, pertenencias de la memoria que tu versos sostienen con precisión escueta, para que esos minúsculos tesoros resplandezcan en la senda del sentido que nombra con imperiosa necesidad.
¿Será el peso del mundo lo que oscila en el péndulo y nos deja a la intemperie?
Siempre al borde, siempre en el filo, siempre en la orilla.
No se puede estar mucho tiempo oscilando, entre los restos que acumulamos sin cesar, que son como ecos de otro, esa película que es de otro, la de los sueños, la del mundo:
“El eco de una voz que no conozco/ apenas una frase dicha en la orilla/ perdida.”
El mundo es una película, una superficie de ojos siempre abiertos, frente a la que, a veces, solo cabe el fundido en negro y la mente en blanco: cerrar los ojos y escuchar el silencio, y escribir como en el sueño las cosas que uno querría escuchar. He ahí una poética, un rastro indispensable en la piel del lenguaje.
Siempre en el borde, se inscribe esa copia de la copia de un instante de felicidad, esa fugacidad anónima que se perdió para siempre en la escenografía sórdida de un baño de Constitución.
Así como se hace el inventario de la fauna que va y viene en el fragor del deseo de la margarita que nadie deshojó, del castillo de arena que nadie construyó.
Cerca de la orilla, un punto ciego que destila ironía y desamparo. Escenas de la mendicidad, de una soledad abismal que apenas se difumina en las palabras, y va desplegando la película del mundo. Esos tesoros, “munditos superpuestos”, todo eso se despliega en el afuera del lenguaje, en esa dimensión ilusoria, donde el yo desaparece, donde el mar se retira y deja pequeñas geografías al borde de los pies.
Leo una poética de los bordes, de los límites, un lirismo extremo, despojado, hecho de restos recortados “en el negro sin fin del universo”, “cada cual su propio sistema, su particular mundo disecado”. Escribimos, o escribís para sostener la mirada, para alumbrar una inocencia que tal vez sea imposible. Estás, estamos tentados por ese limite que es la imposibilidad de ser otro, como el venado de tu poema pertenecemos a un bosque secreto pero no soportamos el silencio, ese límite que nos lanza a la estampida, a pura pérdida.
Hay en tu poesía la lucidez de los ojos bien abiertos, que saben cuando cerrarse y hacer el vacío en el fragor del mundo, ese es un secreto que sabe fundar en el lenguaje un camino propio: “no se puede decir no/ tampoco es necesario decir si/ pues basta una mirada y el movimiento es infinito”.
Esa ley es la del péndulo, la del margen, la del borde, la ley del deseo, la del juego de los pájaros,
La del perseverar en la inocencia,
“la que nos haga un poco más reconocibles ante los ojos de Dios.”.


Buenos Aires, mayo 2005




Manuela Fingueret: La misma piedra
Su libro, que pude leer hace poco tiempo, es diáfano aún en aquellos espacios donde la crueldad, la miseria o el vicio despuntan. Así como en sus versos..."soplaba y empujaba/por parecer un ángel"...
Gracias por su  libro y su poesía.


Buenos Aires, mayo 2003