Relatos

La verdadera muerte de Edgard Allan Poe

La muerte de Edgard Allan Poe, ocurrida pocos días después de que fuera encontrado el 3 de octubre 1849 en la puerta del Ryan’s Fourth Ward Poll, en Baltimore, ha sido siempre causa de las más variadas (y disparatadas) teorías. Algunas de ellas aducen envenenamiento por metales pesados (bajo prescripción médica, Poe tomaba sulfato negro de mercurio como prevención contra un posible contagio de fiebre amarilla), por dipsomanía, rabia, golpes (se piensa que fueron ocasionados por los hermanos de la millonaria Elmira Shelton, con quien pensaba contraer matrimonio) y otras teorías que suman un total de diecinueve. O más. Hasta ahora, la más cercana a la verdad es la que sostiene el Smithsonian Museum según la cual Poe murió víctima de cooping. El cooping era una forma de fraude electoral muy usual en la Norteamérica del siglo XIX. Consistía en el secuestro de una persona (coop-jaula) a quien se emborrachaba y drogaba para que, disfrazada con diversos atuendos, votara reiteradas veces a un candidato señalado por sus captores. Se cree que Poe fue capturado, emborrachado y obligado a votar, para luego ser abandonado en la calle. Lo cierto es que la muerte del extraordinario narrador aún sigue siendo un misterio. Quizá porque la verdad sea demasiado espeluznante para darle crédito.

Cuentan que en la madrugada del 7 de octubre mientras realizaba su ronda nocturna, Rosy O., una enfermera del Washington College Hospital en donde Poe había sido ingresado seis días atrás, escuchó un ruido extraño que provenía de la habitación del escritor. Abrió la puerta, aguzó el oído y pudo oír un ruido opaco que crecía lentamente y provenía del lecho del enfermo. En el silencio del hospital el ruido se oía cada vez con más nitidez. Pudo identificarlo claramente: era un graznido que ahora parecía salir de la cabeza del enfermo. Se acercó y se quedó quieta, escuchando. Entonces lo vio. Empezó como una sombra negra que iba agrandándose bajo la nariz. Creyó que era sangre y se inclinó para limpiarla. Quedó petrificada: bajo la luz enferma de la lámpara lo que asomaba por uno de los orificios nasales era una pluma larga y renegrida. Luego emergió algo que parecía un pico. Al borde de la nariz, la masa azulada se fue desenvolviendo hasta quedar erguida sobre la cabeza inmóvil de Poe. Era un cuervo, el más impresionante y luctuoso que jamás hubiera visto. El animal, regio, sin titubear, fijó el cráneo con sus garras y hundió bruscamente el pico en la boca del enfermo. Con el sonido de dos tablas al golpearse, de un sólo picotazo le amputó la lengua. Luego, con un batir de alas que oscureció todo el cuarto, cruzó por la ventana abierta y se perdió en la noche. La mujer vio desangrarse por la boca la poca vida que quedaba en aquel cuerpo corrompido. Luego no vio nada más. La encontraron hecha un ovillo, histérica, gritando: “que Dios ayude a su pobre alma"...

La historia tomó forma de leyenda a través de médicos y enfermeras, narrada una y otra vez en las horas lentas del tedio nocturno, y replicada, como un eco ad infinitum, por los parásitos que sobreviven nutriéndose de la carne de los desesperados.



Hasta que amanezca

Miró la fachada del pequeño edificio y pensó que de encontrarse en otra situación nunca pondría los pies en un mierdero como éste. Pero tal como estaban las cosas no veía otra opción.

Había salido a las cinco de la mañana y conducido sin inconvenientes hasta el cruce de El Desvío donde notó que tenía una goma baja. Estacionó en la banquina, se bajó y tanteó la rueda. Estaba pinchada. Consultó el mapa. La estación de servicio más cercana estaba a tres kilómetros. Preguntó a un paisano que pasaba y el hombre le indicó que trescientos metros derecho y doblando hacia la izquierda otros cincuenta vería un galpón de techo colorado. Esa era la gomería. Agradeció, estacionó lo mejor que pudo y con la ayuda del crique sacó la rueda. Había estado arriba del auto más de siete horas, no le vendría mal caminar un poco. Los trescientos metros se hicieron seiscientos y los cincuenta cien. Pensó que la gente de campo medía la distancia con el traste. Cuando llegó el portón estaba bajo. Un cartelito avisaba: fui a comer. Era la una y media. Puteó por lo bajo pero no le quedó más remedio que sentarse a esperar. El “gomero” apareció cerca de las cuatro de la tarde. Cuando lo vio, pensó que nunca había visto a alguien con tanta mugre encima. La ropa casi no se distinguía de la cara. Era una masa oscura de pelo y grasa envuelta en un overol que alguna vez fue azul. Él, con cara de asco, le preguntó ¿qué tal la siesta? El hombre lo miró de reojo y sin responderle, se dedicó a revisar la rueda.

A las cinco pudo seguir viaje. Se sentía molesto y cansado. Se consoló pensando que podría haber sido peor si la rueda le hubiese estallado en la ruta. O si le hubiese pasado de noche. Aunque eso no hubiese sido posible, porque había calculado todo para asegurarse de llegar a destino antes de que anocheciera.

Decidió no parar. Descansaría cuando llegara y según lo planeado, el fin de semana se metería en la pileta, tomaría sol y comería como un rey. Un adelanto de su nueva vida de ejecutivo. Se lo había ganado. Lástima que su mujer no hubiese entendido el sacrificio que tuvo que hacer. Quizá fuera mejor así, más temprano que tarde se había dado cuenta una maestra jardinera no encajaba en la vida que quería. Le faltaba garra y le sobraban escrúpulos. Elsa nunca estuvo a la altura de su ambición.

Manejó un par de horas más. El calor, afuera, transformaba el asfalto en un charco brillante. El cielo comenzó a nublarse. Elsa, pensó mientras manejaba, tampoco era un nombre muy bonito. María de las Mercedes. Ese nombre sí que era bonito. Quería un nombre así, patricio. Si me vuelvo a casar, pensó, será con una mujer que tenga un nombre importante.

Lo fue ganando una especie de somnolencia. Abrió la ventanilla. El calor era sofocante y traía olor a lluvia. El cielo se puso negro. Empezó a llover copiosamente. El viento organizaba el agua en latigazos que azotaban el auto. Tuvo que bajar la velocidad. Se inclinó hacia adelante tratando de ver el camino, pero la visibilidad se había reducido a tan sólo unos metros por delante del auto. Pensó en detenerse, pero las ganas de llegar lo acuciaban. Casi a ciegas, siguió manejando un rato más.

Había anochecido por completo. La tormenta fue dejando paso a una llovizna suave. Agotado por el esfuerzo estacionó en un costado del camino. Abrió la guantera y miró el mapa solo para corroborar lo que desde hace unos kilómetros intuía: había abandonado el camino principal. Estaba completamente perdido.

Bajó del auto y miró alrededor. No había nada ni nadie, sólo la oscuridad profunda, quebrada intermitentemente por un puntito de luz a la distancia.

-Debe ser una casa- pensó. Decidió acercarse con la esperanza de que alguien supiera indicarle cómo volver al camino.

Era un hotel. La luz que titilaba en la oscuridad y que le había servido de guía lo anunciaba: Hotel Los diablitos. Gracias a la luz intermitente pudo apreciar el edificio. Las paredes eran claras, con grandes manchones negros en donde la pintura ya no existía. La puerta de entrada, muy estrecha, estaba flanqueda por dos ventanas, una de ellas tapiada. De la otra salía una luz opaca. En la parte superior, bajo un techo que parecía a punto de venirse abajo, se distinguían tres ventanitas ojivales. Tuvo la impresión de estar frente a un barco abandonado. Recordó a su cuñado. Muchas veces habían hablado de tener un barco juntos. Estuvieron a punto de comprarlo, pero tal como a Elsa, a su cuñado le faltaba espíritu aventurero. La operación se canceló a último momento, dejándolo como un verdadero idiota ante el vendedor.

Salvo por la luz de la ventana, el lugar parecía desierto. Entró.

En cuanto traspasó la puerta quedó sorprendido. Contrario a lo que podía suponerse desde afuera, unos cuantos parroquianos jugaban a las cartas y bebían en silencio repartidos en tres mesas redondas. Había una cuarta mesa, libre. Al fondo del salón, un mostrador. Fue hasta allá. Parado detrás del mostrador, el patrón, un hombre alto y delgado, limpiaba unos vasos de bordes dorados, muy pequeños. Al verlo pensó que estaba vestido como un gitano de cuento. Terciopelo rojo, anillos, cadenas de oro. Recordó que cuando era chico y se portaba mal, su madre lo amenazaba con llamar a los gitanos para que se lo llevaran. No le gustaban. Con una sonrisa ladina, lo primero que el gitano le dijo fue: usted tiene cara de andar perdido. No respondió ni sí ni no. El patrón, mirando de reojo el reloj que tenía a sus espaldas, le aconsejó quedarse a pasar la noche. Él aceptó quedarse, pero sólo hasta que amaneciera. El hombre le gritó a alguien: el señor se queda.

Se oyó un trueno y enseguida el viento, afuera, silbando fuerte. La tormenta había vuelto y parecía querer arrancar el edificio de cuajo.

Pidió un whisky y con resignación fue a sentarse en la única mesa libre que quedaba. Miró a los demás clientes. Nadie parecía haberse dado cuenta de su llegada. Mientras esperaba recordó la botella que dejó medio vacía al lado de su cama. Un destilado escocés añejado durante doce años en roble. Le gustó pensar que doce años atrás algo ya estaba preparándose para acompañarlo en la celebración de la que él mismo todavía no tenía conciencia. Compró la botella cuando recibió la noticia del ascenso, aunque en realidad la había encargado dos meses antes. Llegado el momento quería brindar con lo que consideraba un símbolo de status. Se la tomó sólo. Nadie lo acompañó a brindar ése día, ni ningún otro. Palurdos envidiosos. Tendría que habérsela traído.

Un hombre con cara de enano le puso un vaso sobre la mesa y se fue. Tomó un trago y tosió. ¿Qué era eso? llamo al falso enano y le preguntó si no tenía whisky de verdad. El enano lo miró y fue a consultarle al patrón. Volvió con malos modos y le señaló el vaso. Este es el único, le dijo. La rabia le deformó la cara. El patrón, que seguía la escena desde detrás del mostrador, gritó: tengo otra cosita para usted, si se anima a probarla, mire que no es para flojos…

Aceptó inmediatamente. Por fin esto comenzaba a animarse, pensó.

Así era él. Por eso estaba en dónde estaba. Nunca dudaba, tampoco dudó cuando decidió falsificar la firma. No tenía tiempo de empezar de cadete y esperar veinte años hasta llegar a gerente. A rey muerto, rey puesto, calculó. Su cuñado tendría que haberlo imaginado. Un barco para recorrer el Paraná de punta a punta. Cagón, pensó.

La botella era de cristal grueso. Labrada como si fuera un panal de abejas. Celditas diminutas, hexagonales. Una al lado de la otra.

El patrón la apoyó sobre la mesa y le sirvió un poco en los vasitos de borde dorado. Luego sirvió otro vaso para él y se lo tomó de un solo trago. Él lo imitó.

Fue como si lo hubiese cortado una espada al medio. Algo le dolió adentro, pero enseguida le sobrevino una paz beatífica que hizo que se le aflojaran los músculos de la cara.

Excelente. Preguntó qué era. El patrón sonrió y antes de responderle le sirvió otro trago. Es secreto de la casa, le dijo y siguió: no tenga miedo, esto no le saca a nadie ningún demonio que no tenga adentro.

Antes que el patrón tuviera tiempo de hacerlo, él vació su vaso. Ya no le pareció tan fuerte. Empezó a reír por dentro y pensó: a otro perro con este hueso.
Se acordó del Titán. Lo había rescatado de las aguas del canal que corría por detrás del rancho y nunca más se le despegó. Lo acompañaba a la escuela, a hacer los mandados, a donde quiera que fuera su perro iba con él. Hasta que le dio algo que su padre dijo que era rabia y se la curó de un escopetazo. Qué no hubiese dado para tenerlo ahora ahí. Se le llenaron los ojos de lágrimas y algo como una puntada se le clavó en el pecho. ¿Qué me pasa? debe ser la cosa ésta, pensó. Se recompuso. Pero a medida que pasaban los minutos empezó a sentir que las fuerzas se le escapaban y que algo comenzaba a descascarársele por dentro.

Al recuerdo de su perro le siguió el recuerdo de sus tardes en el campo. Se vio adolescente, estudiando mucho para poder salir de esa casa de paredes de barro en donde siempre faltaba algo. Se vio en la contaduría de la fábrica, luego en el baile en donde conoció a Elsa. También la tarde en que le presentó a su hermano, el honesto y moderado gerente del banco del pueblo. Su casamiento, el primer día de trabajo en aquel mismo banco. Recordó con angustia los días y las noches en vela de cierre de balance. Y el momento en que vislumbró la oportunidad. Los cheques a los que le falsificó la firma del cuñado, el dinero que hizo desaparecer. La posterior acusación. La policía en la casa familiar. La vergüenza. El guardarrail roto, el auto del cuñado destrozado en el fondo del barranco.

Sólo diez años habían pasado desde aquel luminoso primer día de trabajo en la sucursal bancaria de aquel pueblo de mierda.

Se quedó dormido. Cuando despertó le dolía la cabeza. Miró alrededor y vio que no había nadie. Ni el patrón, ni los clientes. Tampoco el mozo con cara de enano. Estaba solo. En la mesa no quedaban rastros de vasos ni botellas. Caminó por el lugar. La sed lo devoraba. Busco detrás del mostrador algo para tomar. Nada. Al costado había una pileta. Abrió la canilla pero en vez de agua salió un suspiro caliente y seco. Se sentó a esperar que alguien viniera. Quería pagar e irse. Por una pequeña ventana hexagonal que no había notado la noche anterior, entraba la luz del amanecer.

Escuchó el ruido de un capot al cerrarse. Se levantó a mirar y lo que vio lo llenó de pavor: parado al lado de su auto estaba él mismo. Quiso salir, pero salvo por aquella pequeña ventana la habitación se había convertido en una caja ciega. a Afuera, el otro subió al auto y con un andar suave y cuidadoso tomó nuevamente la ruta. Tuvo la certeza de que se dirigía hacia su pueblo.



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