Crónicas

Viera qué bonito (crónica leída en Voces para la lectura)


Esta es mi Patria:
un montón de hombres; millones
de hombres; un panal de hombres
que no saben siquiera
de donde viene el semen
de sus vidas
intensamente amargas.

Esta es mi Patria:
un río de dolor que va en camisa
y un puño de ladrones
asaltando
en pleno día
la sangre de los pobres.

Así comienza el poema Patria exacta, de Oswald Escobar Velado, que en esta mañana iluminada por un sol perfecto recitan al unísono, con una fuerza que parece provenir del centro mismo de ese sol, los 461 internos pertenecientes al programa Yo cambio. Vestidos con pantalones y camisetas blancas, formados en hileras cubren de punta a punta el patio del Centro Penitenciario Occidental de Santa Ana, en la República de El Salvador. Este recitado es una de las cosas que escucharemos en el evento que tuvo inicio hace un poco más de dos horas.

Estamos en el departamento de Santa Ana movilizándonos por la R201 en una camioneta del servicio penitenciario federal. Sobre la derecha vemos el volcán Santa Ana o Lamatepec, en idioma nahuat-pipil. Frente a él el Cerro Verde,  a sus pies el lago de Cuatepeque y más allá el cerro Tecana, que tiene en la cima una gran cruz blanca que puede verse desde todos los puntos del valle.
En la región no solo rinden culto al Cristo. Los habitantes del municipio de Chalchuapa  cuentan que durante  la gran inundación de 1.941 la Santa Madre María usó una enorme piedra para parar el inmenso río de barro que iba hacia el pueblo amenazando sepultarlo.  En agradecimiento, todos los años los chalchuapanecos sacan a pasear su imagen y recorren todo el pueblo tal como lo hubiese hecho el agua, finalizando con un gran reventón de cohetes en recuerdo de aquella tremenda inundación de la que se salvaron, según la leyenda, milagrosamente. Milagrosamente también, con la cruz como bandera, estos internos han ingresado al Yo cambio en busca de redención.
Al Penal de Santa Ana, como se lo llama habitualmente, se ingresa por un camino bordeado de flores de izote, palmeras y bálsamos. Éste último es uno de los árboles nacionales de El Salvador y su resina es usada como cicatrizante. Luego de pasar la garita de entrada llegamos a un playón abierto en donde cuatro policías esperan para requisarnos. No podemos entrar con nada salvo nuestros libros, porque solo a eso hemos venido, a leer poesía. De ahí en más y hasta nuestra salida seremos los poetas.
Luego de dejar nuestros bolsos retomamos el camino. Unos cuarenta metros más adelante desembocamos en el portón de chapa y rejas de un edificio alto y sólido construido en 1.875. Siempre acompañados por gente del servicio lo atravesamos. Un nuevo control, luego otro portón igual al anterior pero de rejas. Salimos a un patio chiquito. Sobre la derecha hay una especia de habitación que oficia de celda,  mitad cemento y mitad rejas, sin vidrios, en la que un hombre va de un lado a otro con la cara pegada a los barrotes. Le habla a la nada porque todos actúan como si ahí no hubiese nadie. Parece un salvaje. Aparentemente es un hombre joven pero no puedo saberlo con certeza porque tiene la cara completamente tatuada.
Es un marero, sus tatuajes dicen que es miembro de alguna de las dos maras que en forma paralela ejercen el poder en El Salvador, la MS13 –Salvatrucha, o la M-18.

En la década del ´80 muchas familias salvadoreñas emigraron a los EEUU en busca de paz y una tierra tranquila en donde se les ofreciera a sus hijos algo más que una muerte temprana. Como una forma de autodefensa algunos de ellos adoptaron la cultura de las pandillas, predominante  en los barrios bajos de Los Ángeles.
En el ’92 al firmarse los acuerdos de paz  que pusieron fin a la guerra civil, familias enteras fueron deportadas, trayendo consigo de regreso aquella cultura aprendida en las calles.
Los acuerdos de paz incluían el desmantelamiento total de los grupos represivos y la implementación de un nuevo cuerpo de seguridad. Tardaron dos años en llevarlo al territorio. En ese lapso El Salvador fue tierra de nadie y las pandillas cambiaron su perfil original para transformarse en organizaciones netamente delictivas y criminales, las maras. Mara viene de marabunta: legión de hormigas voraces, nómades y agresivas que arrasan con todo lo que encuentran a su paso.

Dejamos atrás el patiecito con la jaula y entramos al salón de usos múltiples donde se dictan talleres, charlas y los domingos ofician la misa. Sale a recibirnos Roberto, interno del penal que nos explicará de qué se trata estar en el Yo cambio y más concretamente en el penal de Santa Ana. Tiene cincuenta y un años y lleva treinta preso.
Comienza a contarnos la cantidad de actividades que llevan a cabo los internos desde la implementación del programa. Cuenta de los torneos deportivos interpenales, de los talleres de pintura y música. Habla un poco mecánicamente, pero cada dos o tres frases se relaja y suelta un viera qué bonito, mirando más allá de nosotros,  arrobado por el por el recuerdo, viera usted qué bonito.
En  el otro extremo del salón hay una puerta cerrada que da al exterior. Lo sé porque la semi penumbra en la que nos encontramos contrasta con el halo de luz que se filtra potente por el marco de hierro, como si del otro lado estuviera el Cristo mismo, iluminado.
Iluminados por el sol están los internos sentados en hileras alrededor del patio, los más afortunados debajo de un alero, los otros lo más cerca posible a la pared. A esa hora la luz solar es blanca y cae a plomo sobre el gran rectángulo que separa los unos de los otros.
Después de sentarnos a una mesa dispuesta a la sombra las autoridades del penal nos dan la bienvenida. Roberto dirige  la ceremonia. Primero recitan la oración a la bandera, en español y en idioma pipil. Luego cantan el himno en náhuat.
Posteriormente, a una indicación suya los internos se levantan y forman prolijamente hileras sobre el rectángulo iluminado. Están de pie, de cara a nuestra mesa. Son muchos.  Filas y filas de hombres de diferentes tamaños y edades, la mayoría con tatuajes en el cuello, los brazos y la cara, hechos en tinta azul. Miro a cada uno como no queriendo mirar. Me detengo en un par de ojos amarillos que me están mirando, serios,  detrás de un rostro completamente azul. No alcanzo a saber a quién pertenecen  porque las hileras empiezan a moverse con una coreografía un poco tiesa. Los ojos se pierden entre brazos, cuellos y otras caras azules que comienzan a subir y bajar  como si fuera un mar sobre la superficie blanca de las camisetas, moviéndose al ritmo del poema de Velado, luego la Oración a nuestra tierra. Un mar inmenso de hombres sosteniéndose entre sí, concentrados, sin tocarse  pero también sin separarse nunca.
Vuelven a sus lugares porque ahora es nuestro turno. Cuando me toca a mí hablo de fútbol y logro la atención de todos los internos. Luego leo un poema, hablo un poco y leo otro poema más. Cuando termino me aplauden. También aplaudo agradeciendo la escucha.
Finalizada nuestra intervención, Roberto presenta a los alumnos del taller de arte, dibujo y pintura que exponen sus trabajos frente a nosotros. De la muestra salgo beneficiada con el retrato de Dalton en carbonilla y la pintura multicolor de un torogoz.
Me quedo pensando por qué estamos realmente  aquí. Lo evidente es la poesía,  pero eso es lo menos importante: creo que somos una  excusa para que todos estos internos nos muestren y a través de nosotros  “a los de afuera” que no hay destino,   que un hombre puede  cambiar si se lo empieza a tratar como el ser humano que es.
Antes de irnos los internos vuelven a formarse. El director da un discurso de agradecimiento a internos y poetas. Nuestro guía  le susurra algo al oído: se han olvidado de recitar la oración al Padre. Pidiendo disculpas,  remarcando que este es un día especial y que en un día especial no importa subvertir un poco el orden, a una indicación de Roberto empiezan a rezar el padre nuestro. Terminada la oración se les da permiso para orar cada uno en su lugar. Una oración íntima, solo de ellos, con sus palabras.

Comienza como un murmullo que va creciendo poco a poco. El patio se transforma nuevamente, esta vez es un mosaico de caras con los ojos cerrados, manos que van hacia el cielo o se cierran sobre el pecho, rodillas que se doblan, cabezas que se hunden en el pecho, brazos que se abrazan a sí mismos. Cierro los ojos para escuchar mejor el murmullo que crece y crece como aquel río de barro y piedra tan potente que ninguna virgen se atrevería a detener, que parece derribar las paredes con el aluvión de palabras y frases sueltas mezclándose Dios, hijo, tiempo, familia, madre,  por favor, te lo prometo, ayúdame. Aturdida por el dolor  me uno y rezo,  porque de este encierro en el que estamos lo único que puede darnos la libertad son las palabras.

Antes de cruzar la puerta que nos llevará hacia afuera los internos se acercan y hacen una fila para saludarnos. En el marco está recostado el  par de ojos amarillos que vi anteriormente. Con un gesto coqueto me extiende una rosa hecha de cartulina violeta. Puedo ver en su sonrisa  a un muchachito de no más de 20 años.

Cruzamos la capilla, nos despedimos de Roberto y empezamos a salir. Antes de atravesar el portón que nos devolverá al camino de palmeras y bálsamos, al pasar por el patiecito busco mirar al hombre de la jaula. Tarde, ya no hay nadie ahí.

El Salvador, agosto de 2017.


El purgatorio de la hermana Lioba

El predio en donde está situada la casona es grande, tan lleno de árboles y vida que nadie podría pensar que detrás de estas paredes un grupo de hombres agoniza.  Ahora son veintitrés,  veinticuatro con el que estamos esperando y que ingresa mañana, dice la hermana Lioba. Llegará a esta institución situada en las afueras de Benavídez a morirse.
Los que acá viven son enfermos terminales, desahuciados por la institución médica, sin familia  ni recursos y en situación de calle. Infectados por el  HIV, vienen a instalarse en la que será su última casa. Lioba, la monja portuguesa que llegó a Argentina hace quince años, directora del lugar, lo atenderá junto a otras hermanas de la orden hasta que eso suceda.

Las monjas llegaron  a Argentina respondiendo al pedido de apertura de un hogar en donde los sidóticos terminales, que en esa época eran todos, pudieran morir con un poco de dignidad. Fue bastante difícil encontrar donde instalarse. En ese entonces del HIV no se sabía mucho y la gente tenía miedo. Como los antiguos leprosos  estos enfermos eran expulsados hacia la periferia, en donde lo más parecido a un hogar que muchos de ellos habían tenido la suerte de experimentar, era los días que pasaban internados en el hospital público.
En el año ´94, después de buscar durante ocho meses las hermanas consiguieron un predio ubicado en "El Residencial de Tigre”, como también llaman a esta ciudad por su amplio sector de casas bonitas e importantes.

Por Panamericana,  después de viajar más de una hora en el colectivo 60, bajo en el centro de Benavídez. Conozco el lugar porque en esta zona vivía mi tía Noemí, hermana de mi madre, que murió hace unos meses. Aunque sé que estamos a no más de quince cuadras como he llegado un poco tarde decido ir en remis. Indico la dirección pero el remisero no se ubica, no conoce, dice que sabe que por ahí viven unas monjas y que por la altura de la calle debe ser pasando el cementerio. 
Andando lentamente por Sarmiento, pasando unos cien metros la entrada principal del cementerio,  encontramos el lugar. Me bajo frente a gran portón de metal color azul encastrado en  un muro de más de dos metros de altura. A la derecha del portón una puerta chica con una ventana enrejada que aparenta estar en desuso. A su izquierda, un cartel gris con la leyenda Hogar Betania -Misioneras de la Caridad.
Sobre un terreno donde el pasto crece brillante y duro están construidos los dos inmuebles que conforman el Hogar. Muy cerca de la puerta la casa chica y la otra, mucho más grande,  al fondo. Estén separadas entre sí por un gran jardín en donde  se mezclan santa ritas, palmeras, estatuas religiosas encerradas en prismas de vidrio transparente rodeadas de caminitos de cemento. En la primera viven las cuatro hermanas que trabajan en forma permanente en el lugar.  De paredes blancas, está rodeada a su vez por un alambrado no muy alto que protege un jardín privado y el huerto. Del mismo alambrado cuelga un cartel escrito a mano que advierte “Clausura. No pasar”.
La estructura más grande es de ladrillo visto y no tiene protección alguna, más bien se accede fácil siguiendo el camino de lajas hasta llegar a una puerta siempre abierta.  Lioba me acompaña hasta allí y me deja con una enfermera que hará de guía. Un pasillo ancho recorre el edificio de punta a punta. A la izquierda está la cocina, grande, pegada a la enfermería. Avanzamos. A ambos lados del pasillo están las habitaciones, son cinco, con cinco camas cada una. Algunas tienen la puerta cerrada, en otras se alcanza a ver un hombre sentado con los pies colgando hacia el suelo y otro más, levemente recostado, estático, sorprendido en un movimiento que no deja claro si está subiendo o bajando de la cama. Luego de las habitaciones está el comedor. El pasillo se abre a una sala en donde algunos varones deambulan a paso lento o en sillas de ruedas. Sonríen, uno de ellos me extienden la mano, otros miran como sin ver y prosiguen con su devaneo mental que no les deja tiempo para intimar con turistas. El recorrido termina en la capilla. Me da la impresión de usarse poco.
La hermana vuelve y nos sentamos a  conversar en la enfermería. En un principio llegó un solo hombre, derivado del hospital de Vicente López. A la semana siguiente llegaron dos más y así se fueron sumando hasta llegar a un total de veinticuatro, el número máximo de enfermos que podemos albergar en la institución. En esa época se morían muchos – dice -, llegaban en condiciones tan desesperantes  que lo único que podíamos hacer era asistirlos para que tuvieran una muerte digna Les sosteníamos la mano, que se fueran de este mundo sintiendo algo de amor y respeto, en paz.
Paz es la palabra que describe al hombre en silla de ruedas paseando solitario por el parque. Se ha detenido frente a la estatua de un Cristo y parece estar diciendo algo. La hermana cuenta que mañana viene a buscarlo su hermano. Lo ha encontrado siguiendo su rastro de hospital en hospital, hasta llegar al hogar. Estarán juntos todo el fin de semana. Dudo de lo que dije anteriormente, quizá esta no sea necesariamente la última casa.

En los últimos tiempos mi amigo Pacha se había volcado completamente al cristianismo. Decía que era natural porque los que fuimos criados en la fe cristiana no podemos negar nuestro origen. Tenía en su mesita de luz una estampita del Niño Jesús, recuerdo de su comunión. Me la llevé a casa el mismo día en que murió. Hacía muchos años que era seropositivo. Tenía una buena sobrevida pero de golpe empezó a padecer una detrás de otra todas las enfermedades oportunistas que atacan a los inmunodeprimidos. Cuando los tratamientos y paliativos dejaron de hacer efecto y ya no quedaba nada por hacer, vino su hermana desde La Plata y se lo llevó. Ahí estuvo quince días, atendido por ella y sus sobrinos. Un día antes de que muriera fui a visitarlo: estaba feliz. Hasta ese momento no me había dado cuenta de lo solo que se sentía frente a la enfermedad. Quizá el señor que habla con la estatua del jardín esté sintiendo la misma alegría de no saberse tan solo con su cruz.

Cuando alguno de los habitantes del hogar muere se lo entierra en el cementerio que colinda con la casa, cuyos muros parecen la continuación de ésta. En forma gratuita el municipio pone a disposición una parcela, aunque no hay ningún predio que esté especialmente destinado a la orden. Los ubican en donde pueden, donde haya quedado un hueco libre, ahí lo enterrarán. Si nadie lo reclama, lo que es habitual, el muerto quedará perdido entre las tumbas de gente que no conoce, casi sin notarse, retomando el destino del paria que fue.

En los años de comienzo de la peste el cementerio tuvo muchas dificultades para garantizar la provisión de tumbas. Ahora - dice Lioba - se mueren muchos menos. Al parecer, dejando de lado los avances de la medicina,  poder espejarse en otro como humanidad y no como espanto te alarga la vida.
Lioba tiene que ocuparse del enfermo del jardín, organizarle la medicación, que todo esté listo para cuando vengan a buscarlo. Desandamos el caminito de cemento. Me despido con la promesa de volver. Esta vez salgo por la puertita lateral, porque el portón a las seis de la tarde se clausura.
Afuera no ha cambiado nada, todo está como antes de entrar al hogar. Camino hasta la puerta del cementerio y cruzo la calle para comprar unas flores. Le cuento al florista que vengo del hogar y le pregunto si lo conoce. Me responde que lo único que sabe  es que ahí viven monjitas. Al igual que los remiseros  de la zona,  saben de la existencia de las monjas pero no de los enfermos. Por mi parte, al salir de la casa me di cuenta de que ya había pasado por ahí hacía unos meses, de camino al entierro de mi tía. No recordaba bien el sitio en donde está su tumba pero sabía que era a no más de cuarenta metros de la puerta, hacia la izquierda, por el camino lateral que corre paralelo al muro. Después de un rato la encuentro. Su foto sonriente está junto a la de mi tío Eleodoro, muerto hace muchos años. Mientras le acomodo las flores pienso en la puerta azul y el cartel que no vi. En el florista, el remisero y en los hombres que mueren frente a nosotros, y que no vemos.
Tan corrosiva como la enfermedad de estos cuerpos es esta ceguera, que no remite.

Buenos Aires, julio  de 2018.

Radio Sutatenza: cuando la montaña llegó a Mahoma

Por la tarde, en alguna de las muchas veredas del Valle de Tenza, un campesino con la cara curtida por muchos años y manos resecas vuelve por la tarde a su casa  de bahareque, apoya el machete en la pared y de una olla grande dispuesta a la sombra se sirve un gran vaso de aguapanela. Entra en la casa y sale unos minutos después, diario en mano, recoge los anteojos abandonados sobre la hamaca, se sienta, toma otro trago y se dispone a leer. Por entre las hojas de las palmeras los rayos del sol de la tarde se cuelan y hacen foco sobre las letras grandes y chiquitas de la página abierta en dos.

A una hora de Bogotá, Colombia, en el sur oriente del departamento de Boyacá está la entrada al Valle de Tenza. Para llegar hay que ir por la autopista norte vía Tunja, luego tomar el desvío al embalse del Sisga hasta Machetá, en  Cundinamarca. Allí está el Valle. Entre los muchos municipios que lo componen está  Sutatenza. El pueblo está construido en una ladera empinada por lo cual una gran parte de la ciudad está fuertemente inclinada. La plaza principal, empinada-inclinada, tiene dos ceibas gigantes. Allí mismo, en el año 1.947,  el párroco Joaquín Salcedo Guarín, desde el púlpito   animaba a los feligreses a hablar sobre sus necesidades. Entusiasmados por tener la palabra, los asistentes se despachaban en un largo rosario de carencias haciendo hincapié en una en particular: la necesidad de educación.
Por ese entonces  en el municipio vivían alrededor de 8.000 personas, en su mayoría campesinos que ocupaban parcelas aisladas y dispersas por el valle. La mayoría no estaba alfabetizada, o lo estaba apenas.
Atento a la demanda Salcedo Guarín, quien además de párroco era radioaficionado, decidió  montar  una radio en donde se transmitieran programas educativos que subsanaran la falta de educación de una población que por motivos políticos, económicos o geográficos,  contaba con poco o ningún acceso a la escolarización.
Como primer paso mandó traer los elementos necesarios y junto con su hermano, otro jesuita, armó un transmisor artesanal de 90 Watts. Tan expedito como el santo el 28 de septiembre de ese año emitió la primera edición de las Escuelas Radiofónicas,  desde donde a partir de ese momento se impartirían lecciones para aprender a leer y escribir, matemáticas y catecismo.
Con este esquema,  colocaba la piedra basal de lo que es uno de los hitos a nivel mundial de la enseñanza a distancia: Radio Sutatenza.
La dinámica que plantearon era sencilla. A horarios determinados la emisora difundiría una programación dividida en dos segmentos según su grado educativo, uno para campesinos principiantes y otro para avanzados. Al escuchar la señal de comienzo de clases,  varones y mujeres dejarían las herramientas, los animales o la huerta para reemplazarlos por lápiz  y papel.
Al cumplirse un mes de haber puesto en funcionamiento la radio, el Ministerio de Comunicación de Colombia le otorgó una licencia provisional y el prefijo que identificaría a la estación, HK7HM.
El primer programa cultural fue difundido el 16 de octubre de 1947. Consistió en un espacio de música interpretada por campesinos de Sutatenza. La inauguración formal de la radio fue recién al año siguiente, encabezada por el  mismísimo presidente de la nación colombiana, Don Mariano Ospina. 
En un principio alcanzaba un radio de 1.000 km, con una potencia de 50 Kilowatts. Las clases se impartían a través de radiotransmisores de color rojizo  marca Sanyo, pero les decían radios Sutatenza  porque así estaba escrito en la parte inferior izquierda del dial.
Según grabaciones de la época que se pueden escuchar en el archivo de la radio que posee la Biblioteca Luis Ángel Arango, los campesinos eran animados a adquirir sus transistores a través de publicidades que combinaban diálogos y música en lenguaje popular. La siguiente estaba interpretada por el dúo Los Tolimense:
 Compre su radio compadre
En mi casa tengo un radio
pa´ que se haiga cultural
que lo compré muy barato
allá en la casa cural,
en nuestro hogar colombiano
derrotemos la pobreza
teniendo en nuestras manos
un radio de Sutatenza,
 el transistor Sutatenza
es muy fácil de obtener,  
el manejo es poca ciencia
y lo paga un alfiler
en todo hogar campesino
debe haber un Sutatenza
para evitar la ignorancia
y salir de la pobreza.

Al multiplicarse los transistores la audiencia fue creciendo de manera exponencial. Con la donación de receptores de radio, antenas y accesorios provenientes de diversas organizaciones nacionales e internacionales, en 1.978 la cadena de emisoras - Bogotá, Barranquilla, Cali, Medellín y Magangué -  tenía una potencia  de 600 kilowatts, la más grande que se haya dedicado en América a la educación rural, y diecinueve  horas diarias de programación de las cuales seis eran dirigidas a las Escuelas Radiofónicas.
Para ese entonces Radio Sutatenza pertenecía a ACPO – Acción Cultural Popular -  también fundada por Salcedo Guarín. En el artículo 3° de su estatuto dice “ACPO tiene por fin la Educación Fundamental Integral Cristiana del pueblo, especialmente de los campesinos adultos, mediante cualquier sistema de comunicación, con sus elementos de acción  para despertar en aquél el espíritu de reflexión e iniciativa que lo motive a seguir con su propio esfuerzo, en el trabajo del desarrollo personal y comunitario”.
La asociación  aportó cartillas educativas y textos de estudio, lo que contribuyó a mejorar el sistema de la escuela radiofónica. También  incorporó la figura del auxiliar inmediato, capacitado y entrenado por la misma entidad, otorgándole dinamismo a la comunicación profesor-locutor/alumno.
En los últimos minutos de uno de los videos informativos que documentan el acto de entrega de material de alfabetización a campesinos involucrados en el proyecto, podemos leer  en una de las cartillas expresado en letras de molde: “creo en Dios,  amo la tierra que me dio, mi nombre es Matías, mi cuerpo es noble, vivo en 1962, tengo una patria, soy un hombre con derechos y deberes y no espero falsas caridades sino la justicia que me corresponde”.
Entre 1.947 y 1.989  Radio Sutatenza contabilizó un total de  1.489.935 horas de transmisión con emisiones en Colombia y en otros muchos otros países de América Latina. “El profesor invisible', como le decían sus alumnos al padre Joaquín, nunca imaginó que lo que empezó con un aparato de radioaficionado armado en casa se constituiría en uno de los programas radiales de educación de adultos más grandes del mundo.
Al final del ciclo, cuando la radio fue comprada por Cadena Caracol, ocho millones de personas se habían beneficiado con la voluntad del párroco de un pequeño pueblo inclinado de Boyacá.

Ha pasado cerca de una hora. El campesino baja el diario, se saca los anteojos y mira a lo lejos como reflexionando. Luego estira la mano y enciende una vieja radio a transistores color rojiza. Cierra los ojos y sonríe,  mientras  se balancea al ritmo de la música alegre que sale del aparato.

Bogotá, mayo de 2018

Los pescadores del Magdalena

Frente a la muerte de una persona las opciones funerarias no son muchas, al muerto se lo entierra o crema. Salvo excepciones, la preparación de estos  rituales se lleva a cabo  según un tiempo preestablecido y con solemnidad. Al fin y al cabo  este será el último acto de presencia del difunto entre los seres vivos.
Nos despedimos del muerto despidiendo su cuerpo, como clausura simbólica de un ciclo vital. Es el punto en el que empieza el duelo y la reorganización de una rutina en la que alguien falta.
¿Pero qué sucede si el muerto no es solo un muerto sino también una víctima?
Cuando la violencia arrecia, el cuerpo se transforma en un problema, los cadáveres se cuentan por cientos, se acumulan y el tiempo empieza a  jugar en contra de los victimarios. 

Recostada en parte sobre el Pacífico, en parte sobre el Caribe, como si toda su generosa geografía no pudiera ser contenida por un solo océano, está Colombia.  De sur a norte de esta desmesura una extensa serpiente amarronada parte en dos el territorio. Es el río Magdalena. Dicen que si Colombia fuera un cuerpo humano, ésta sería su arteria principal.
Nace en la Laguna de la Magdalena, bien al sur del país, en la región montañosa de Valle de las Papas. Según los lugareños el valle está bajo la protección de un espíritu indígena que es quien franquea el ingreso a él, o no. Desemboca más de 1500 kilómetros después, a 7,5 kilómetros de Barranquilla, en Bocas de Cenizas. El encuentro entre el mar  y el río tiñe el agua y playas aledañas de un color gris ceniciento. Cuando el cielo se nubla todo el lugar tiene el aspecto de una fotografía vieja.
El Magdalena no es el Aqueronte ni el Caribe el Hades, sin embargo por este río cruzan muertos. El balsero que se tope con ellos lo hará de forma involuntaria. Casi seguro será un pescador.
A partir de los años ´80 el conflicto armado sembró de muertos todo el territorio colombiano, para ocultarlos muchos de ellos fueron arrojados al río.
Los pescadores que vivían a la orilla del Magdalena empezaron a sacar del agua, además de una picuda o algún bagre rallado, cuerpos de mujeres, hombres y niños.
Algunos quedaban atrapados en las redes que estos hombres arrojaban al agua asegurándolas con fuerza a sus botes de colores varados en el medio del cauce. Al tensarse el hilo, después del primer sacudón uno de ellos se tiraba al agua para verificar la pesca. A falta de peces, enredados, encontraban cuerpos que venían desde aguas arriba tropezando por el lecho barroso. Con la carne blancuzca y gelatinosa, el cráneo perforado, sin manos y hasta sin cabeza. También sin vísceras, alguien en la orilla las había reemplazado por piedras para que no flotaran y siguieran sin estridencia su camino hacia el mar.
Otros pasaban flotando sobre el cuerpo del río entre camalotes y pedazos de tronco. A veces los encontraban  atrapados en algún remolino que los dejaba con la cabeza en dirección opuesta, listos para remontar el río y volver a la casa en donde los esperaba un plato de sancocho todavía caliente, sobre la mesa.
Como estas apariciones se hicieron  costumbre, los pescadores  sumaron a sus  aparejos habituales una caña con una vara larga de bambú que tenía a su vez un garfio en la punta. Así pescaban o raquetiaban los cuerpos. Una vez en tierra, eran apilados esperando que alguien llegara, como dicen en tierra colombiana, demandando razón de ellos. Al ser reconocidos por sus parientes, como en un nuevo nacimiento la masa hinchada, lacerada, con las tripas llenas de algas y ramas saliéndoles de los orificios, volvía a ser una persona.
De todas las historias que hablan de los muertos que salieron de este río, impresiona la del cadáver de un niño encontrado por una parejita de novios que jugaban a besarse en la arena finísima de una playa nueva. Los enamorados vieron que la correntada empujaba hasta la orilla algo parecido a un capullo. Al acercarse distinguieron una bolsa de arpillera o cabuya. La abrieron y desde adentro salió el cadáver sedoso de un niño que empezó a deshacerse, manso,  sobre la arena.
Una década antes en las costas de Uruguay y Argentina, entre los años 1.976 y 1.978 los cuerpos que devolvían las aguas se contaban por cientos. Arrojadas semivivas desde aviones de las fuerzas armadas o llevadas a punta de fusil hasta las márgenes de aguas interiores las víctimas, al igual que las que bajaban por el Magdalena, presentaban rastros de vejámenes, mutilaciones y torturas. El río de La Plata,  el Canal San Fernando y el mismo océano Atlántico fueron herramientas en el intento de ocultar los cadáveres inaugurados a diario.

Lo pescadores han vuelto a sus peces, otros abandonaron el oficio, como el  patrón que atiende la barraca a orillas del río en donde nos hemos sentado a tomar cerveza y comer pescado con arroz.
Los muertos todavía están ahí, emergen rápidamente ante una pregunta de la extranjera que embobada mira el Magdalena como si viera un río por primera vez. Con su manera suave los pescadores cuentan la historia, sobrevivientes de la época en que los dueños de la violencia emulando al gran diluvio vieron en el agua una solución.

 Barranquilla, noviembre 2017.

Fantasmas en El Carrizal

Reales o ficticios, hay espectros que abrevan en el agua.  Diques, lagos  y embalses son escenario común de las más extrañas historias. En la provincia de Mendoza, el dique El Carrizal forma parte de la lista de lugares habitados por algún espanto acuático.
Inaugurado en 1971, está muy lejos de ser el ícono turístico que en los años 60´ soñaron los constructores de la represa. El pueblo aledaño creció al ritmo de la construcción del embalse pero nunca alcanzó el desarrollo que pensaron los colonos. Hasta hace unos veinte años casi no había árboles en donde refugiarse del emblemático sol mendocino y el agua sigue siendo escasa. 
Este espejo de 37,45 kilómetros de superficie y casi 800 metros de profundidad  está asentado en una de las zonas más áridas de la provincia, un desierto recubierto por polvo seco y blancuzco, que alterna aquí y allá con los penachos resecos de los carrizos. Enclavado entre los departamentos de Luján de Cuyo y Rivadavia. El río Tunuyán como un cordón umbilical lo alimenta con el agua de deshielo de la serpiente filosa y azul que es la cordillera de Los Andes.
Lugar de peregrinación casi obligado cada 1º de enero, los mendocinos llegan desde la ciudad por la RN40, empalmando luego con la RP16.
Aunque en verano la temperatura puede subir hasta los 40º, no se aconseja nadar porque en el fondo del dique  – dicen – hay fantasmas que forman remolinos para traccionar al nadador hacia abajo y dejarlo enredado para siempre en los alambrados de las antiguas  viñas que todavía subsisten en el fondo. Se va navegar o a acampar. Pero por sobre todas las cosas, a El Carrizal se va a pescar. La estrella es el pejerrey, aunque también se pescan carpas y dientudos. Invierno y verano la superficie del lago se llena de pequeños botecitos y plataformas equipados para aguantar largas horas sin volver a la orilla.
Entre tantos pescadores reales hay uno que no lo es. Todos han oído hablar de él aunque no son tantos los que dicen haberlo visto, es El pescador del Carrizal. Según cuentan este fantasma es el espíritu errante de un pescador de la zona que por alguna causa desconocida cayó en aguas del embalse y se ahogó.  A juzgar por sus múltiples apariciones, no ha podido resignarse a su condición de ahogado.
 Aparece de repente, preguntando con voz suave por el pique  y aconsejando sobre qué carnada utilizar,  ponga mojarrita – dice, también -  pejerrey fileteado pica. Carnada, carne que él mismo no tiene: debajo de su capa de lluvia no hay ni cuello, ni rostro,  ni nada. 
Alrededor del año ´86 el mismo dique albergó otro espanto más tangible, un horror de otra índole. 
Por indicación de la Dirección de Recursos Hídricos, el gobierno provincial  contrató un equipo de buzos expertos en trabajos de alta ingeniería para realizar tareas de mantenimiento a fin de optimizar el funcionamiento del dique. Para ampliar el volumen de agua de la presa también se limpiarían las compuertas, pues el drenaje había disminuido.
Este tipo de tareas suele  demandar horas de inmersión, pero los dos primeros buzos que descendieron volvieron a emerger horrorizados, casi inmediatamente: lo que estaba taponando parte de las compuertas era más de treinta cuerpos apiñados unos sobre otros, retorcidos, vueltos sobre sí mismos. Algunos tenían signos de haber sido quemados, otros estaban mutilados, todos fuertemente sujetos a tachos de cemento. A 750 metros sobre el nivel del mar,  390 millones de metros cúbicos de agua se habían convertido en una tumba enorme que ya no era solo propiedad de El pescador del Carrizal.

El porcentaje de agua que tiene el cuerpo humano es del  70%. Según esto no deberíamos ahogarnos porque prácticamente ya lo estamos. Pero resulta que además de agua estamos hechos de sueños,  deseos, cosas incorpóreas, sin peso pero fuertes, bellas  y poderosas que a veces son la causa de que nos quieran en el  fondo de un estanque.
Los buzos de entonces, animalitos pequeños entre tanta inmensidad líquida, con sus tubos de aire aferrados a la espalda son metáfora de la estrategia de supervivencia en un espejo que en su revés, deforma. Estos aparecidos quebraron la superficie de una provincia ordenada y limpia, amigable, “del sol y del buen vino”, cuyos habitantes hacen más llevadero el incendio del verano a orillas de un dique en cuyas profundidades hay extremidades que se mueven como algas.
Quizá, parafraseando a Olga Orozco, la oscuridad sea otro sol, otro tipo de sol que insiste en salir a la superficie para ejercer su oficio de iluminar  el lado sombrío de toda cosa, mostrarnos que desde la oscuridad se puede volver.
Como estas víctimas, o el mismo Pescador de El Carrizal, tal como aquellos hecho de sueños, deseos, cosas incorpóreas, sin peso.

Mendoza, julio de 2018.

Los elefantes de Pozo Cañada

Son cuatro hembras. Instaladas bajo la lona roja de un pesebre construido especialmente para ellas, los niños miran con fascinación ese prodigio de trompa que  sorbe el agua y enrosca suavemente los pastos verdes que le sirven de alimento. Incrédulos, los mayores se acercan a ver este espectáculo absolutamente gratuito e inesperado. No se sabe cuánto tiempo  se quedarán en el pueblo, puede ser una semana o unos meses, dependerá de lo que tarden en curarse sus heridas.

Pozo Cañada es un municipio español entre Albacete y Murcia, a 275 km de Madrid. Pertenece a la comarca de Mancha de Montearagón y ostenta el literario privilegio de tener el primer molino de viento de La Mancha. La zona es árida, de pastos secos y duros. Caliente en verano y muy fría en invierno, la temperatura no supera los 13,5º. El promedio de lluvias anuales es escaso, solo alcanza 53 días. Es por esto que alrededor del año 1.515 debido al ganado trashumante, fue necesario alumbrar un pozo para que bebieran los animales. Hecho el pozo con él llegaron las casas, hasta formar esta pequeña comuna en la que según el censo del año  2.016 viven  2.800 pozocañadienses.
Desde hace unos días a esta población se le han sumado cuatro elefantes asiáticos. Esta especie se diferencia de la africana por su cabeza abultada y sus orejas más chicas. Son calmos y rara vez agresivos. Aunque en Asia están  muy protegidos por considerarlos animales sagrados,  están en peligro de extinción.
Pero, ¿cómo llega un elefante a Pozo Cañada?  Podríamos creer que han venido a abrevar en el antiguo pozo fundacional. Pero no. A Pozo Cañada los elefantes llegan por la Autovía 30. 
El día 2 de abril de este año, un camión cargado con cinco elefantes hembras circulaba por la A30 en dirección a Murcia cuando en el kilómetro 23 volcó. Dos animales salieron ilesos, dos resultaron con heridas en pata y cabezas y otro, malherido, murió minutos después al borde de la ruta. Las elefantas son  propiedad del circo Gottari, integrante de  la Asociación Circos Reunidos.
La causa del accidente no es clara. Unos opinan que fue una mala maniobra del conductor del camión al pretender adelantar un vehículo, otros que la carga estaba mal distribuida. Hay quienes dicen que fue un sabotaje perpetrado por los proteccionistas.
Miro fotografías y algunos videos: dos elefantas deambulan como zombis gigantescos con la cabeza sangrando, raspones en el lomo, una oreja lacerada. Otras dos caminan por la ruta y van a pararse contra un guardarrail. Una elefanta, echada en el canal polvoriento al  costado de la banquina, levanta por última vez su pata. Todo sucede a la vista de todos.
Luego de unas horas al animal muerto lo cubren con una  lona azul. Según las normas sanitarias españolas será incinerado. Me pregunto si habrá un horno crematorio en el que quepa semejante cuerpo.

Entre los seres humanos, cuando ocurre un accidente en la vía pública, si alguna persona muere los bomberos arman una carpa de hule negra alrededor del cuerpo. Ese gesto aporta la única dignidad que puede dársele a una persona que transita por uno de los momentos más importantes de la vida, que es la muerte y yace en medio de la calle con un zapato menos o semidesnuda con el cuerpo en una posición que no le es natural.  Sin que nadie lo pida preservan su dignidad ocultándolo de las miradas curiosas hasta que vuelva a estar en un cajón más o menos presentable, gracias a la buena voluntad de los reclamaron su cuerpo. Si  nadie lo reclama, no habrá cajón, ni velorio y tampoco habrá muerto porque éste perderá su nombre y los pocos minutos de dignidad que le ofreció ese pedazo de hule negro a manos de los estudiantes de la facultad de medicina.

Comienzan las tareas de rescate y las grúas hacen su trabajo: los elefantas abandonan la tierra y flotan en el aire gracias a un brazo metálico, embutidos en arneses preparados para levantar más de diez toneladas de lo que sea. Delicados, mansos por naturaleza y costumbre, cada uno a su turno cuelga del alambre de acero. Cuatro monumentales juguetes de peluche. Una de ellas tiene una botita de vendas blanca que empieza a deshacerse por la humedad de la sangre y tanto bamboleo.
Ha llegado mucha gente a presenciar lo que podría considerarse como la previa de la función que iba a tener lugar unos días después en el pueblo de Hellín: elefantes voladores. Pero ese número no figuraba en el programa. Tampoco figuraba que estos animales estuvieran allí, viajando a toda velocidad por una autovía española encerrados en un camión.

Cuando una elefanta tiene cría, inmediatamente las hembras de la manada la rodean para proteger al recién nacido. Lo vi en una filmación hecha por un grupo de turistas. La escena transcurría bajo una lluvia fina.
Mientras paría, la hembra barruntaba con esa potencia salvaje y tremenda con la que los elefantes hacen temblar la tierra, que producen gracias a los 100.000 mil micro músculos que tienen a lo largo de su trompa. Luego de parir, las demás hembras de la manada rodearon a la madre y su cría. Después se acercaron  los machos con sus  trompas llenas de barro  y lo arrojaron sobre el cuerpo del recién nacido. Al final del video, para decepción de los turistas que se oían en off, entre el barro y el amontonamiento de machos y hembras no era posible distinguir ni a la madre ni al hijo. Como detrás de una carpa de hule negro, la dignidad de ése momento fue salvaguardada por los de su misma especie. 

Desde Aristóteles a Hawking los físicos han demostrado que el universo es movimiento. Lo comprobamos más modestamente pero con igual eficacia cada día de nuestras vidas, al ver intercambiarse el día por la noche, cuando día tras día miramos nuestra cara en  el espejo. Todo lo que vemos y somos está anclado a ese movimiento perfecto y natural. La interrupción de esa música, su desajuste, provoca una catástrofe a medida que nos deja tropezando por fuera del baile del universo.

La especie a la que pertenecen las cinco elefantas que bajo una lona roja y azul rompen con la monotonía de los pozocañadienses, nace y crece bajo la lluvia tropical, en selvas verdes,  profundas, salpicadas de grandes extensiones de agua. Es en los pantanos asiáticos donde funciona esta maquinaria bella y perfecta. Sin tropiezos.
Nada más lejos que  Pozo Cañada.

Valladolid, noviembre de 2018.

El entierro

Mientras me lima las uñas, Rosy calcula la distancia hasta la casa. Si tenés en cuenta que hasta Santiago hay 1.420 kilómetros y son como doscientos más – dice – serán unos 1.600 kilómetros, más o menos
Hablamos del pueblo en donde  nació su madre, Algarrobal Viejo, tan al norte de la provincia de Santiago del Estero que cuesta encontrarlo en el mapa. El partido al que pertenece es Pellegrini. La localidad más cercana, Ahí veremos.

Intentando ver recurro al buscador satelital. No logro encontrarlo. Haciendo zoom de repente aparece. No se ve ninguna urbanización,  solo hileras verdes, marrones y grises sobre las cuales se lee el nombre en transparencia. Al alejar el zoom vuelve a desaparecer, como un fantasma.
Hasta el pueblo no hay transporte directo. La mejor opción es que te vayan a buscar a El Límite, del otro lado de la frontera, en la provincia de Salta. Aunque el viaje se vuelva unos 100 kilómetros más largo es más fácil acceder  por la frontera. La capital de la provincia no está lejos, solo 250 kilómetros. La mayor parte del camino es de tierra y cuanto más se avanza  se achica hasta transformarse en una huella. En época de lluvia se vuelven intransitables. Éso es lo que pasó cuando falleció la nena. Tuvimos que esperar en Buenos Aires porque la lluvia no iba a dejar pasar la ambulancia – dice Rosy.
En Algarrobal Viejo no hay hospital, es por esto que a su sobrina tuvieron que trasladarla a Salta y después a Buenos Aires, porque lo que se presumía como anemia severa en realidad era leucemia.
Estuvo internada en el hospital de niños durante un año, solo una vez volvió a la casa. Una visita de un mes, en verano.  Rosy me mostraba los mensajes de texto  que le mandaba la nena desde el monte, cuando “pescaba” la señal que de vez en cuando parecía captar el palo más alto de la casa. Escribía y dejaba el celular ahí, colgado de una piola. En algún momento el mensaje se enviaba. Cuando pasaron las vacaciones volvió a Buenos Aires al hospital de siempre, en donde murió dos meses después.

En los pueblos como Algarrobal Viejo todavía subsisten ritos que ni siquiera imaginamos. En la ciudad,  en cambio, es distinto. Cuando una persona muere, según la causa de la muerte y el estado del cuerpo,  se lo vela durante algunas horas. Previamente, se asienta el deceso en la administración del cementerio que hayan elegido como destino,  público o privado, y separan una tumba. No es lo más relevante si lo entierran o depositan en un nicho.
Luego trasladan al muerto y lo depositan en el lugar en donde una placa identifica a la persona que está allí. Y eso es todo. Quien haya hecho el trámite administrativo, además de los recuerdos se irá con  un muerto de su propiedad, porque según la ley el muerto es de quien lo entierra.

En las zonas rurales como la de Algarrobal Viejo al muerto se lo deposita en tierra, si no la muerte no se entiende - continúa Rosy. Cuenta que su abuelo Cástulo, que oficiaba casamientos y bautismos con agua de socorro porque en el pueblo tampoco hay iglesia, cuando visitó la tumba de su hija mayor quedó desorientado frente a los nichos de la Chacarita:  cómo voy a poner una vela acá – se quejó - si están todos mezclados y no puedo saber a quién se la estoy prendiendo.

Salieron de Buenos Aires por la madrugada, directamente hacia el pueblo en una ambulancia del Ministerio de Salud del gobierno de Santiago del Estero. El viaje hasta Santiago no tuvo  dificultades. Más adelante el camino se volvió apenas transitable y ya monte adentro tuvieron que hacer los últimos treinta kilómetros a paso de hombre.

En Algarrobo Viejo viven alrededor de trescientos cincuenta personas, doscientas de ellas estaban en la casa. Ellas llegaron a la una de la madrugada, el velorio había empezado por la mañana del día anterior.
En el patio, en el lugar destinado al cajón habían colocado una madera y sobre ella, velas encendidas. A su alrededor una tela blanca, como un biombo, formando un semicírculo.  Eso se hace – me explica -  para que el alma no se vaya antes de que la velen. 
L os vecinos ya tenían preparados pan y carne asada, porque parte del ritual consiste en comer, se prepara de todo y para todos, no importa cuántos sean. Amasan, sacrifican algún animal, hornean. Habían trabajado todo el día en la cocina de la casa, todos menos la mamá, el papá y los abuelos, porque si bien la comida tiene que cocinarse en la casa del muerto, los parientes cercanos no pueden intervenir. Tampoco nadie duerme esa noche. Se organiza un fogón, toman mate,  conversan. Dormitan sobre una silla, pero nadie se va. 
A la mañana, antes de salir hacia el cementerio, los varones de la familia levantaron el cajón y con él a cuestas dieron una vuelta completa alrededor de la casa, para que la nena se despidiera. Cuando pasaron frente al palo en donde  ataba el celular, empezaron a decir que el ataúd se había puesto pesado. Se daban ánimo entre ellos, apenas podían levantarlo. Rosy dice que fue muy raro lo que pasó, porque la nena pesaba menos que un pajarito.
Más tarde sacarán a ventilar el colchón y regalarán o quemarán la ropa. Que no quede nada que pudiera hacer que al muerto le den ganas de volver.

Setecientos metros separan la casa del montecito que oficia de cementerio, un predio desmontado a machetazos organizado a medida que se van  muriendo los vecinos. No hay placas identificatorias. Algunas tumbas tienen cruces y un bordecito de ladrillos. Los muertos más pobres que los otros,  sólo una cruz que además de identificarlos impide que alguien venga y le cave encima. La de ella tenía una cruz y el bordecito.  Como el pozo que cavaron los vecinos, porque los familiares ese día tampoco pueden cavar, resultó chico,  tuvieron que ir a buscar las palas para agrandarlo. Siempre pasa - dice Rosy – o es chico o es grande. Mientras tanto al costado del cementerio alguien hizo el asado que deben comer de pie en el lugar, inmediatamente después del entierro.
Rosy me da la última pinceladita de protector para que no se arruine el esmalte fresco. Cuando volvimos pusimos de nuevo  la tela blanca en el patio y a la nochecita  empezó el rezo que duró nueve noches. Cuando terminó hicimos otra comilona y ya está. Ahí terminó todo.

Salgo de la peluquería. Me viene a la memoria los versos de Serrat: ¿quién pagará mi entierro y una cruz de metal? / ¿Cuál de todos mis amores
ha de comprar las flores para mi funeral?
 

En el monte o en la ciudad,  por dentro o por fuera de un rito ojala cada uno tengamos  la bienaventuranza  de contar con ese alguien nos ayude a atravesar el río hecho de tiempo y agua,  cuando ya nada podamos hacer por nosotros mismos.

Buenos Aires, agosto de 2018.



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