sábado, 6 de marzo de 2021

Los muros invisibles - Crónica -

Otra vez los amigos de Bulletin me honran con un espacio en sus páginas. Esta vez publican una crónica sobre el Covid-19 y otras pandemias. Aquí la versión en castellano.




Los muros invisibles

Enero. Son las 8:00 de la mañana y el calor comienza a subir, inversamente proporcional a mis ganas de ir al supermercado. Mientras riego las plantas pienso en lo que hace falta en la alacena, también en Agafia Lykova, viviendo sola al sur de Siberia, en el límite con Mongolia, en donde hoy la temperatura es de -22°. Sus padres, viejos creyentes, en 1936 abandonaron la ciudad huyendo de la persecución stalinista. Fueron hacia el sur para finalmente instalarse en lo más profundo de la taiga rusa. Allí nació y creció Agafia, sin conocer otra cosa que lo que alcanzaban a ver sus ojos. Única sobreviviente de los Lykova, a pesar de haber salido seis veces al mundo sigue prefiriendo la soledad de su cabaña. Supongo que antes que tener un supermercado cerca, prefiere morir bajo la garras de un oso.

En Buenos Aires no hay osos ni persecución alguna salvo la de la policía del barbijo, una brigada de formación espontánea integrada por el ciudadano común y corriente, nuestros vecinos y amigos, a la que para nada me interesa desafiar. Es un bello momento, el gobierno ha flexibilizado la cuarentena y podemos desplazarnos casi con total libertad. En medio de la pandemia la ciudad ha vuelto a respirar, aunque sea con barbijo.

Han sido ocho meses de aislamiento, con salidas esporádicas cada ocho o diez días, la situación ideal para todo escritor. Sumado al silencio instalado en la ciudad de Buenos Aires estas dos condiciones deberían haber favorecido la inspiración, pero no, como si las restricciones hubieran alcanzado, también, la propia escritura.

El ASPO –Aislamientos Social Preventivo y Obligatorio – ordenado por el gobierno ha sido uno de los de más larga duración en el planeta, casi nueve meses. Hoy estamos en una fase más laxa. Igualmente, como si estuviese veraneando en alguna playa de Tailandia, miro con desconfianza el horizonte de los meses venideros a la espera de divisar la segunda ola de la pandemia.

Hago el esfuerzo por olvidar Tailandia pero no puedo, temo al futuro y tengo mis razones. Argentina es un país que miró, en instancias de construir cierto imaginario de nación que hasta hoy perdura, no hacia el norte sino hacia el otro lado del atlántico, a Europa. Ayudada en gran medida por nuestras vacas que partían, muertas pero raudas y marineras hacia las costas de Inglaterra y por los ferrocarriles que venían en sentido inverso casi a la misma velocidad, éste tipo de intercambio quedó glamorosamente impregnado en el ADN argentino y modificó nuestra percepción del mundo y sobre todo la de nosotros mismos, tal como lo demuestran los ciento cuarenta palacios de Avenida Alvear, la pasión compartida por el psicoanálisis y el creer que si tomas té más de dos veces al día sos digno de ser considerado parte de la nobleza. Por este afán imitatorio, por tantos siglos de mirar la propia cara en el espejo ajeno presiento que la segunda ola de la pandemia llegará con fuerza y nos dejará cada vez más aislados, más solos y tal cual el resultado de aquellos intercambios de mediados de siglo XIX, definitivamente anclados en Latinoamérica.

Hago el recuento de mis bienes como se cuentan los sobrevivientes después de una guerra. El encierro ha dejado la corrección de un nuevo libro de poemas. Corregir es otra instancia de la escritura, hacerlo durante el aislamiento fue como sumergirme en una imagen con efecto Droste, que se repite y que no sabemos si terminará algún día, como la pandemia. A este bien le sumo la traducción de un libro de poemas del escritor Jacques Rancourt. Alumbrar en otra lengua la palabra de otro alteró durante un tiempo el ritmo de los días. Libro en mano tengo la sensación de haber llevado las palabras de una lengua a la otra como ahora mismo llevo el agua a cada planta de mi jardín, despacio, una por una, como en un sueño.

Como para le segunda ola falta todavía algunos meses y tengo como decía Camus, “dentro de mí, un verano invencible”, para inaugurar esta nueva etapa de libertad después de meses de encerrona, invito al escritor colombiano Luis Miguel Rivas a pasear por el barrio. Una vez en la calle, ni tan veloces ni tan raudos como aquellas vacas y ferrocarriles de mediados de siglo XIX pero infinitamente más vitales, ponemos proa hacia el Bar La Coruña en la puerta del Mercado de San Telmo. Con este acto expansivo el día opera como promesa de lo que inevitablemente tendrá que suceder: la llegada del milagro que acabe con la peste y nos deposite nuevamente en las costas de la vieja normalidad.

Nos instalamos en una mesa y pedimos cerveza. Conversamos, vamos de un tema a otro, riendo, escuchando la música que llega desde la vereda. El volumen es alto. Para poder oírnos nos acercamos mucho y al hacerlo formamos una burbuja en donde solo cabe Miguel, yo, las dos pintas, la mesita del bar. Empiezo a sentirme capaz de escribir una historia en donde prime la dulzura y la alegría, hasta que llega a nuestra mesa un hombre no muy joven, muy alcoholizado, pidiendo un cigarrillo. La situación es normal, para nada extraordinaria, salvo que el hombre no usa barbijo y se acerca demasiado. Le damos el cigarrillo pero no se va, se instala de pie frente a nuestra mesa en un largo monólogo que Miguel escucha pacientemente y que me desespera. No escucho. Solo puedo mirar su boca y medir la distancia que parece agrandarse cuando el hombre amaga a irse y luego se vuelve a acortar cuando, como si se hubiese olvidado de algo, regresa. Finalmente se va. Me siento un poco avergonzada. Este hombre solo quería contar su historia. Como hace Miguel en sus libros, como lo hago yo.

La alegría ya no es la misma. Me quedo pensando cuantos muros que no vemos nos dejará esta pandemia.

Marta Miranda.

Buenos Aires, enero 2021.



No hay comentarios:

Publicar un comentario