viernes, 6 de abril de 2018

Tres poemas del nuevo libro del poeta mendocino Fabián Almonacid. Pasen y lean...




Clasificado
Permuto vida en pésimo estado:
modelo 2015,
sin cuatro puertas 
-ni tres ni dos: ninguna-, 
floja de papeles sin regla ni razón 
e impecablemente impresentable 
de chasis y pintura.

Acepto a cambio cualquier auto viejo  
que me regrese a la infancia,
cuando reír no era un delito, 
cuando mi hermana inventaba canciones 
en el asiento trasero 
y no conocíamos aún
el reverso 
de lo que brilla.


Muerte adoptiva
Según el apartado 13
del contrato de locación, 
no me está permitido mantener mascotas 
en estas cuatro paredes que me alojan 
y me alejan.
Por eso me decidí a adoptar
una pequeña muerte 
(no es animal ni ser vivo)
que encontré en la puerta de mi casa 
al volver de la noche, 
el sábado más frío de ese año.
La rescaté de la acequia en la que había caído o se refugiaba de la vida.
Desde un primer momento 
hizo buenas migas con mi silencio 
y entablamos diálogos sostenidos.
La joven muerte fue entrando en confianza, 
a los pocos días ya comía de mis entrañas 
y bebía de mis llantos.
Se acurrucó en las sillas vacías,
en la cama desecha, en los libros cerrados, 
en las luces apagadas, en las cartas inconclusas, 
en la música que no escucho.
Pasadas algunas semanas,
empezó a enroscarse en mis pies 
cuando se disponía a dormir.
Hoy cumplimos unos meses de estar juntos
e intuyo que ya no me abandonará, 
a pesar de que nos rehuimos las miradas 
y es imposible dudar del engaño mutuo.
«El amor y la enfermedad son incompatibles», acaba de murmurar, 
mientras prepara una cena fría 
y no se deja acariciar aún.


Juegos
De jugar tanto a las escondidas,
me hice piedra del muro que me ocultaba,
musgo del árbol derribado, sombra del viento entre la blanca nada. 
Allí pasé la infancia, 
donde nadie podía encontrarme, 
en medio de todos, al amparo de reinos 
de papeles.
Y así se hizo la adolescencia 
y el juego se hacía vivo entre los otros vivos, 
irremediablemente, 
oculto entre los ojos que no me miraban, 
a salvo del que me buscaba 
desde las entrañas.
Y así se hizo la marca del adulto,
robando la infancia de mis hijos, 
segundo a siglo, entre el temor 
y la recompensa.
Hasta que un día,
de tanto intentar ocultarme
me encontré
y casi sin voz murmuré 
«piedra libre para mí».
Y lloré de extrañeza, sin saber llorar, 
porque me había hallado 
libre de piedras, 
dispuesto a contar y perpetuar el juego. 


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